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El tictac del reloj marcaba cada segundo que me alejaba de mi destino. A mi alrededor, unos cincuenta universitarios estrujaban su cerebro mientras la profesora, consciente o no de lo determinante que seria el trazo de su bolígrafo para el futuro de esos jóvenes, paseaba entre las mesas.
El tictac del reloj marcaba cada segundo que me alejaba de mi destino. A mi alrededor, unos cincuenta universitarios estrujaban su cerebro mientras la profesora, consciente o no de lo determinante que seria el trazo de su bolígrafo para el futuro de esos jóvenes, paseaba entre las mesas.
Eran tiempos
difíciles. El paro, la crisis y la subida de impuestos hacían que la presión a
la que nos veíamos sometidos en fechas de exámenes fuera mucho mayor y eran
comunes los ataques de ansiedad, llantos y risas nerviosas.
Hacía varias
noches que no dormía bien, cada vez que conseguía conciliar el sueño me
despertaba de golpe cogiendo una bocanada de aire. Era como si mi vida me dijera
que la estaba asfixiando lentamente. ¿Hasta cuando iba a seguir con esta
farsa? Los tenía a todos engañados, incluso a mí misma.
Llevaba un año rotando
de un trabajo a otro con la excusa de sacarme un dinero extra con el que
permitirme algún capricho mientras terminaba la carrera, cuando en realidad el fin era probarme a mí misma, comprobar si podía o no sobrevivir a base de los sueldos que conseguía por esos trabajos temporales. A
veces eran trabajos con una fecha de fin ya fijada mientras que otras era yo quien
los acababa dejando, cansada de sentirme como una máquina que repetía el mismo
proceso un día tras otro.
Quería vivir, ser libre, y no tener que esperar para ello. Detestaba la idea de pasar los días encerrada en un aula para que, años después, me dieran
un papel que afirmase que era apta para ejercer de algo, un título con la supuesta
verdad absoluta e irrevocable, como si la aptitud se pudiera medir a base de
vomitar en un examen los textos y reflexiones de otras personas. Ansiaba
descubrir lugares, personas, sensaciones... Ver un invierno en Siberia, bañarme en el mar de un verano en Egipto, tener la oportunidad de hacer reír a un niño palestino y abrazar a una anciana que se sintiera sola en Finlandia. Deseaba recorrer carreteras solitarias en las que solo me guiase mi instinto, mirar a los ojos a un lobo y sentir que en mi vida no mandaba ningún banco ni empresa, sino la madre naturaleza; y que fuesen las estrellas y no la luz de un flexo quienes alumbrasen mis noches.
Anhelaba vivir
todas esas experiencias y escribir sobre ellas para que algún día alguien las leyera,
aunque fuese yo misma cuando a la vejez mi memoria empezase a flaquear.
Cada
vez que me encontraba entre cuatro paredes mi alma explotaba dentro de mi
cuerpo, lo hacía temblar, como diciéndole '¿Qué haces? ¿No ves que te lo estás
perdiendo?'.
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