domingo, 26 de enero de 2014

Cuando tienes miedo


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Ya sabes que te quiero siempre,
pero cuando tienes miedo
me haces quererte más.

Te veo ahí,
ante mis ojos,
como una de las criaturas
a las que más admiro;
tambaleándote ante tus dudas
sobre ti mismo, 
sumergiéndote en ellas.

Y me quedo inmóvil,
muda.

No consigo comprender
cómo alguien tan grande
se puede sentir tan pequeño,
y pienso que ojalá
pudiera prestarte mis ojos
para que te vieras con ellos
y no tuvieras más remedio
que creer en ti
como yo lo hago.

Pero lo único 
que consigo hacer
es quererte,
si es posible,
aún más fuerte.

Porque esa humanidad
te hace 
incluso
más increíble
de lo que ya eres.


jueves, 23 de enero de 2014

Si me sonríes te prometo que...


Lloverá cada una de las noches del invierno de tu alma para recordarte que hay veces en las que sí caen regalos del cielo; porque sé que la lluvia te hace sentir en casa, y eso es lo que tus ojos gritan que extrañan.

Cultivaré girasoles que amortigüen tu caída desde las nubes, en las que escondes tus sueños por temor a que alguien los encuentre y los destruya.

Con la madera más bella que exista te fabricaré una caja donde puedas guardar tus miedos bajo llave para que nunca vuelvan a interponerse en tu camino.

Le robaré sus plumas al ave fénix para hacerte unas alas con las que puedas resurgir cada vez que mueras de ganas de salir corriendo a cualquier parte del mundo que no sea esta.

Y volarás, serás libre, más aún de lo que tu espíritu siempre ha sido; y no habrá un lugar en el que el viento no se enamore de ti.

La luna te acompañará a posarte en el faro que cada noche guía al corazón del océano hasta la playa.
Las estrellas cuidarán de ti hasta que la luz del sol anuncie un nuevo amanecer y, entonces, ya no recordarás de qué huías.




En ese momento decidirás volver
y yo te estaré esperando.


jueves, 16 de enero de 2014

Only God can judge me, only you can save me

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Cuando hace frío suelo preguntarme cómo estarás, si tendrás a alguien que te arrope ahora que yo no estoy. Por aquí todo está igual. Mis desastres siguen donde los dejaste, solo que han ido creciendo y ya casi no caben en esta casa.

Hoy ha sido uno de esos días en los que vendrías a salvarme con tus antídotos hechos palabras y besos, no sabes cómo echo de menos tu voz. Quizás lo lógico sería echar de menos tus besos, pero echo de menos tu voz y no te imaginas hasta qué punto. Siempre sabías qué decir para sacarme de mis laberintos internos de los que ni siquiera yo tengo mapa.


En invierno dueles más.


Es como si esta estación quisiera recordarme que fue ella quien te trajo a mi vida y yo te dejé marchar. Parece que está enfadada conmigo de por vida.

Creo que esta es la quinta vez que juro que será la última vez que te escriba, y me parece que volverá a ser una promesa rota.

Necesito unas pastillas de esas que toma la gente triste para ser feliz. Sé que si leyeras esto me dirías que cómo me puedo comparar con ese tipo de personas, yo que siempre estoy riendo. No las menosprecies, los rotos del alma son casi imposibles de coser y, tarde o temprano, siempre acaban volviéndose a dejar ver, sobre todo por las noches. Y sobre mi risa… Yo tampoco entiendo cómo se puede reír tan fuerte para luego sentir un dolor tan hondo pero parece ser que, al igual que soñar, sentir también lo hago a lo grande.

Un día de estos mis crisis existenciales acabarán conmigo, y quizás contigo también.

El sentir que necesito algo, que espero algo, que va a suceder algo, que me falta algo.
Pero no sé qué, pero no sé qué, pero no sé qué, pero no sé qué.

Repetitivas son las dudas que inundan mi cabeza hasta sentir que si no explota por si sola yo misma la haré volar por los aires con tal de sentir un poco de paz tras la destrucción.

¿Me estaré volviendo loca?

‘-¿Por qué me haces esto?
-Para volverte un poco loco.
-¿No ves que ya me tienes loco?’

¿Ves? ¿Ves cómo tu voz siempre vuelve a mi mente?
Esto debe de ser locura. La locura no tiene explicación y esto yo no me lo explico, así que debe de ser así.

Mi relación de amor-odio con el invierno me está matando y aún faltan dos meses para que termine.

Tengo en la mesa un libro de Neruda, justo encima de los apuntes de lingüística que debería estar memorizando en lugar de escribirte pero es que, si de estudiar el lenguaje se trata, me ofrezco a estudiar el de tus manos. A ellas también las echo de menos alguna que otra noche, siempre en invierno.

Hacerte descubrir que te gustaba leer es uno de los logros de los que siempre me sentiré orgullosa. Puede que algunos no lo entiendan, pero para mí es como haberte salvado la vida.

Quizás es demasiado típico, pero el poema número veinte me ha recordado a ti, una vez más. Que fuera yo quién te enseñó ese poema puede que sea otra de las cosas de las que también estaré orgullosa siempre. Recuerdo que unas horas después de habértelo enseñado me dijiste que seguías pensando en él y me contaste qué te había hecho sentir, y eso fue lo más bonito para mí: que te había hecho sentir, sin acento.

Neruda también dijo que sería la última vez que le escribía, puede que él también mintiera.

‘Aunque este sea el último dolor que ella me causa,
y estos sean los últimos versos que yo le escribo.'

Creo que los poetas tienen un baúl para los dolores y los recuerdos y lo abren cada vez que tienen miedo de estar dejando de sentir. Porque cuando tienes dolor al menos tienes algo y aferrarse a un recuerdo parece más seguro que caer al vacío.

Los poemas más bonitos son aquellos que más dolieron al escribirse.

Y, hablando de escribir, creo que va siendo hora de dejar de escribirte por hoy. Sí, por hoy. Porque, como dije antes, tengo claro que jurar dejar de escribirte es una promesa que siempre romperé.

Parece que mi crisis ya va de paso. Una vez más has vuelto a salvarme. Esta vez no has tenido que decirme nada, ha bastado con que existas.

martes, 14 de enero de 2014

No eres tú, son los americanos

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Normalmente las casualidades no llegan cuando uno desea. Ya habían pasado dos años desde que nos vimos por última vez. Dos años desde aquella noche queriéndonos en un portal, desde nuestro final sin principio, desde su ‘nunca te haré daño’. Es tan jodido como llamativo el hecho de que las personas que pronuncian esas cuatro palabras –que ingenuamente te crees siempre acaben haciéndote manchar de rimmel la almohada.

Habían pasado más de quinientos días juntos cuando la casualidad decidió volver a hacerle aparecer en mi vida saludándome con un ‘¡Qué guapa estás!’. Ya ves, sobreviví a la catástrofe de tu ausencia. Él estaba como siempre y eso no era bueno para mí. Tenía esa habilidad de hacer que le perdonase hasta el mayor de los crímenes y de hacerme reír incluso estando inmersa en la tragedia más grandiosa.
Sugirió ir a tomar un café y, creedme, lo que me llevó a aceptar no fue en absoluto que él fuera mi debilidad, ese puesto lo ocupaba el café. Era tan evidente como que no soy una persona para nada orgullosa. Exacto, puras obviedades.

Mientras me contaba cómo fueron sus últimos años en la universidad –cuánto le costó aprobar aquella última asignatura, cómo se graduó, dónde fue de viaje con sus compañeros yo estaba concentrada pensando de qué forma podía orientar la conversación para preguntarle lo que quería saber desde hacía dos años sin que se diera cuenta de cuánto ansiaba esa respuesta. La pregunta era tan sencilla como compleja ‘¿por qué no me llamaste?’ todo un clásico de las películas de las que nos llenan el cerebro los americanos pero, tristemente, un clásico también en el mundo real. La diferencia reside en que en las películas él le da alguna excusa muy emotiva como que lo atropelló un coche mientras iba a comprarle flores y cuando despertó del coma ella había cambiado de número o, por el contrario, alguna excusa pésima que luego arregla con un ramo de flores. Siempre hay flores, bombones o cachorros de labrador. Cosas bonitas que terminan con un final bonito y que hacen que una chica real se plantee hacerle esa pregunta al chico que la dejó plantada con la firme esperanza de que él le dé alguna magnifica excusa o que al día siguiente aparezca en su puerta con el pequeño Toby, pero eso nunca sucede. Lo que sucede es que, si se lo preguntas, él te dará alguna excusa horrible que, por muy idealista que seas, no podrás salvar de ningún modo y, al día siguiente, no habrá perro que te ladre, ni rosas, ni cajas rojas de Nestlé.  También puede suceder que, en cambio, te sea tan sincero como para decirte que en realidad no le interesabas tanto; y, si no lo haces, si no se lo preguntas, acabarás esperando dos años, cinco o veinte, a encontrártelo para fingir que en ningún momento te molestó ni lo más mínimo el hecho de que no apareciera su nombre cuando tu móvil sonaba en aquellos maravillosos días porque, ya que no te acompaña su calor, al menos que lo haga el de tu orgullo ¿no? Quizás no tenga demasiado sentido pero, creedme, a veces parece tenerlo.

Sin embargo, quería preguntárselo. Quería hacerlo porque nunca fui capaz de comprender cómo se puede querer tanto para luego desaparecer. Hubo días en los que incluso llegué a plantearme que quizás fue culpa mía por no ser del todo clara. He de confesaros que el orgullo no siempre es una buena compañía y, a veces, te hace cometer estupideces que, más tarde, te llevan a ver Titanic a la vez que engulles una tarrina de helado de chocolate mientras le preguntas al mundo por qué no hay ningún Jack que, como dice Rose, venga y te salve en todos los sentidos en que puede salvarse a una persona.

Me terminé el café, él también el suyo y le abracé al despedirnos manteniendo a salvo en mis pulmones el susurro de ‘por favor, no vuelvas a irte’. No, no hubo ni susurros ni preguntas, solo dos tazas vacías abandonadas a su suerte y el regreso de esas ganas de que la casualidad volviera a unirnos.

He de admitir que el orgullo no sabe abrazarme tan fuerte como él, pero todo esto no es culpa suya, ni tampoco mía. Toda la culpa la tienen los americanos.

domingo, 12 de enero de 2014

Modo de supervivencia poética





A mí también me gusta escribir —dijo ella.


Te seré sincero, yo no sé si a mí me gusta
escribir. Solo sé que lo necesito para poder
seguir respirando —dijo el poeta.





sábado, 11 de enero de 2014

Cuando se habla sin voz

Ya me he desnudado ante ti. 
Me lo negarás, 
al no ser capaz de ver más allá de la obviedad.
No me he quitado el vestido, ni los zapatos,  
pero me he deshecho de toda mi piel y mis huesos 
para dejarte ver qué hay más allá. 
Te he dejado clavar tus ojos en mis pupilas 
sin maquillar mi mirada,
le he hecho el amor a tu sombra, 
he resucitado tus besos, 
te he confesado mi mayor secreto en un suspiro, 
te he explicado cómo me hice estas cicatrices, 
le he hecho hueco a tus dedos entre los míos, 
te he prestado el papel de protagonista en mis sueños, 
te he dejado dolerme cuando no estás.


Te he escrito.

El amor besa mejor en diciembre

Nunca dejará de sorprenderme cómo mi vida se rige por casualidades. 
En la noche de los accidentes fatales decidimos que el tequila quizá nos haría olvidar todo lo sucedido y, tras haber dejado mi huella de carmín rojo en tres vasos diferentes, como por obra de algún hada madrina que no quería que me arrastrase sola hasta casa, apareciste frente a la puerta del bar dispuesto a recordarme la persona que un día fui y a quien, a diferencia de mí, recordabas con absoluta claridad. No te miento si te digo que hacía demasiados cientos de días que no me sentía como en el momento en el que tu nariz acarició la mía. No puedo decirte que me temblaran las rodillas, ni que sintiera mariposas en el estómago, ni ninguna de esas cosas que cuando no estás enamorado te parecen auténticas chorradas, pero lo que sí que puedo decirte es que tener los pies en la tierra nunca fue tan agradable como esa madrugada en la que tus manos envolvieron mi cintura prometiéndole a mis tacones que no me dejarías caer, que el viento se alegró al volver a escuchar unas risas tan sinceras como las nuestras al recordar viejos tiempos y que el solitario asfalto de las cinco de la mañana nunca tuvo mejor compañía que nuestros pasos.