domingo, 23 de diciembre de 2012

DN

Es domingo y se me clavan las ganas en el alma.

Este siempre ha sido mi día odiado por excelencia. No hay nada que hacer para la gente como yo.

Todo está cerrado, nadie quiere salir y los pocos que no vegetan en la cama a causa de su resaca están de comida familiar por algún restaurante de la ciudad.

Yo, en cambio, solo comparto con ellos la resaca. Solo que a mí no me parece infernal sino que me calma. Está bien saber que esta vez el dolor de cabeza es causado por algún nombre ruso pegado a una botella de cristal que guarda ese líquido transparente que desinfecta hasta el alma.

No me gusta estar en casa, pero hoy aquellos que salen van de la mano de alguien a comprar un regalo que entregar mañana al mejor postor de su cariño.

Tampoco me gusta la navidad. Imaginad mi situación entonces: un domingo navideño. Muy tierno para el consumista e incluso más para el iluso. Lástima que no entre en ninguna de las dos categorías.


Este fin de semana he dejado mis ganas marcadas en varias copas y ahora ninguna me devuelve la llamada. 

Malditos rusos... 

Son como todos, después de un rato de placer solo dan dolores de cabeza. El plan maestro sería beber hasta el último trago y después tirar la botella. Pero para una kamikaze como yo eso es demasiado sensato, así que la guardo con cariño y la expongo en una estantería para, de vez en cuando, quitarle el polvo que el tiempo le echa y añorar con masoquismo las jaquecas que marcaron su fugaz paso por mi vida.

Ya solo faltan tres horas para que acabe el domingo. Horas que ahogaré en una gran taza de café y entre las hojas que Nabokov escribió. A ver cuánto me dura este ruso.

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