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Somos seres defectuosos y sin ningún tipo de garantía que nos permita devolver o reemplazar nuestras vidas por una nueva. Nos desgastamos, nos rompemos, nos arrugamos y hasta encogemos. El ser bonitos es algo arbitrario, muy lejos de la común belleza de la que gozan otros mamíferos. Entonces, ¿qué tenemos de especiales? Poco. Somos unos seres minúsculos en el universo y, sin embargo, vemos la vida como algo inmenso. Hemos complicado todo.
Dejamos de ser unos animales más, que solo buscan cubrir sus
necesidades básicas, para crearnos cientos de necesidades nuevas que hacen que
hallar la felicidad sea todo un reto. Olvidamos aquello de guiarnos por el
instinto. Dejamos de lado nuestra naturaleza. De hecho, intentamos disuadir
nuestros instintos una vez tras otra. Nos mentimos, nos autoconvencemos de que
no tenemos hambre porque se acerca el verano y hay que estar guapos, nos mantenemos
despiertos por tener que trabajar, escondemos o maquillamos el deseo sexual,
vestimos ropa incómoda solo porque “para presumir hay que sufrir”... ¿Alguien
saldría a la calle con ganas de sexo y cogería a la primera persona que pasa? No. Y si lo hace es porque “está loco”. Y, creedme, soy la
primera persona que lo pensaría pero, si nos paramos a reflexionar, los
animales son así y nosotros somos animales, pero qué poco nos parecemos a
ellos.
Somos complicados. No vivimos para nacer, crecer y
reproducirnos. Tenemos necesidad de producir, de crear, de aprender, de amar,
de reír, de llorar, de soñar… Pero hemos mecanizado nuestras vidas de forma que
lo más normal es que vivamos dentro del ciclo de estudiar, buscar un trabajo,
comprar una casa, formar una familia, criar a nuestros hijos y, después de eso,
seguir con una rutina diaria que nos acompañará hasta el día de nuestra muerte.
Producir, producimos. Proveemos al Estado de la mano de obra
necesaria para que este salga adelante. Cubrimos las necesidades del Estado:
producimos y consumimos. Pero si tanto decidimos complicar nuestra existencia,
¿por qué ahora la hacemos tan simple y apagada?
Trabajamos –si es que podemos- en algo que no nos gusta,
pero nos sentimos bien con ello porque nos da la comodidad de no tener que
arriesgarnos a hacer aquello que soñamos y fracasar. Trabajamos día tras día
con un horario que nos quita el tiempo de poder hacer todo aquello que deseábamos
años atrás pero nos sentimos felices porque cada mes cobraremos una cantidad
dinero que nos permitirá ir a por esa televisión tan grande y tan cara que
acaban de poner a la venta, dos modelos más nueva que la que tiene Juan que,
por cierto, se va a morir de envidia. Queremos fardar, ser mejores que los
demás, pero ¿mejores en qué? Rara vez mejores personas o mejores en nuestras
habilidades, las cuales también usamos para sentirnos superiores cuando tenemos
la oportunidad. Queremos tener más cosas que los demás, pero la realidad es que
esas cosas materiales que parece que le dan sentido a pasar ocho horas
encerrados en una oficina no sirven para nada, solo que nos tienen comida la
cabeza, porque es lo que le interesa al sistema en el que vivimos. Pero
pensadlo, ¿de qué sirve? Solo sirve para fardar, para pasar más tiempo
encerrados en casa, para pasar más tiempo con la nariz pegada a una pantalla,
ya sea de televisión, de un ordenador, de un móvil o de cualquier cosa. Nos
estamos perdiendo lo que tenemos delante. Nos estamos olvidando del mundo.
Viajamos para ver mundo, eso es lo que decimos. La gran
mayoría viaja para que un bus turístico les lleve por lo que los de la compañía
consideran que merece más la pena ver de la ciudad en la que están, se hacen
fotos, muchas fotos, muchísimas, en todas sonriendo de oreja a oreja aunque en el momento se estuvieran aburriendo, ¿para qué? para subirlas a las redes sociales cuando vuelvan y que todos envidien el gran viaje que han hecho. Van a comer a un restaurante lleno de
turistas, duermen en un hotel y, tras varios días de la misma rutina y varias
horas continuando con la costumbre de tener la cara pegada al móvil, no sin
antes llenar su maleta de souvenirs, se marchan. Bien, ¿qué han visto? porque a
mi modo de ver las cosas, eso es lo mismo que si te meten en una sala con las
paredes cubiertas de posters gigantes en los que están ilustrados lugares
preciosos, te fotografías delante de ellos y, al salir de la sala, visitas una
cafetería de estilo y carta neutral dentro del mismo edificio y, antes de salir
por la puerta, te pasas por esa típica tienda como las que hay en los museos
para comprar regalos para tus amigos, solo que en esta todo lo que encontrarás
tendrá escrito el nombre de una ciudad.
He hecho eso, sí. Y cuando he llegado a mi casa, entregado a
mis amigos y familiares todos los regalos y dormido largas horas, me he
preguntado qué me había aportado de diferente ese viaje, además de fotos
nuevas, y la respuesta es nada. Y ahí me di cuenta de que para que un viaje nos
de todo lo que nos debe dar lo que tenemos que hacer es perdernos por esa
ciudad, perdernos de verdad, y acabar conociendo a gente de allí que nos lleve
a los sitios donde ellos suelen ir, sitios donde se puede ver realmente cómo es
la vida en esa ciudad, donde no todo es un escaparate creado por y para el
turista. Perdernos y sentarnos en cualquier plaza a observar el día a día de
los transeúntes, o cómo cambia el paisaje según la hora que sea. Ir a algún
barrio de la ciudad y comer en uno de sus restaurantes donde bajan a cenar los
vecinos del lugar. Abrir la mente ante sus costumbres e intentar participar en
ellas, en vez de criticarlas. Dejar que nos cuenten cómo se vive allí, qué
hacen cada día, qué aspiraciones y qué problemas tienen. En definitiva,
mezclarnos con la ciudad y su gente.
Y cuando hagamos eso y volvamos a casa, lo más probable es
que nos preguntemos qué estábamos haciendo con nuestras vidas inmersos en esa
rutina que parece tan solo una cuenta atrás hacia el día en que dejemos de servir
para producir. Y será entonces cuando querremos cambiar de vida y o bien
olvidaremos la idea de intentarlo tras volver a acomodarnos y sentirnos seguros
en nuestra rutina, o bien nos daremos cuenta de que todo este sistema está diseñado
para reducir lo máximo posible las
posibilidades de poder elegir otro tipo de vida diferente al que llevábamos. Pensaremos, con razón, que sería más fácil
hacer esas cosas si tuviéramos mucho dinero, porque eso eliminaría el riesgo y
nos llevaría a esos objetivos por un atajo y es que, una vez más, esa es la
sombra del sistema que se alza ante nosotros. Pero lo importante es saber que
poder, se puede. Que vida solo tenemos una y que si no nos arriesgamos a hacer
lo que queremos, nadie vendrá a hacerlo por nosotros. Que hay que abrir bien
los ojos y apretar las manos para coger las riendas de nuestra vida y que dejen
de ser otros quienes la guíen. Que no todo está dicho ni planeado, que hay
muchas posibilidades, que podemos elegir.
Solo hay que tener ganas.
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