martes, 25 de junio de 2013

Reflexiones de madrugadas en vela: Defectuosos. Parte I.

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Somos seres defectuosos y sin ningún tipo de garantía que nos permita devolver o reemplazar nuestras vidas por una nueva. Nos desgastamos, nos rompemos, nos arrugamos y hasta encogemos. El ser bonitos es algo arbitrario, muy lejos de la común belleza de la que gozan otros mamíferos. Entonces, ¿qué tenemos de especiales? Poco. Somos unos seres minúsculos en el universo y, sin embargo, vemos la vida como algo inmenso. Hemos complicado todo.

Dejamos de ser unos animales más, que solo buscan cubrir sus necesidades básicas, para crearnos cientos de necesidades nuevas que hacen que hallar la felicidad sea todo un reto. Olvidamos aquello de guiarnos por el instinto. Dejamos de lado nuestra naturaleza. De hecho, intentamos disuadir nuestros instintos una vez tras otra. Nos mentimos, nos autoconvencemos de que no tenemos hambre porque se acerca el verano y hay que estar guapos, nos mantenemos despiertos por tener que trabajar, escondemos o maquillamos el deseo sexual, vestimos ropa incómoda solo porque “para presumir hay que sufrir”... ¿Alguien saldría a la calle con ganas de sexo y cogería a la primera persona que pasa? No. Y si lo hace es porque “está loco”. Y, creedme, soy la primera persona que lo pensaría pero, si nos paramos a reflexionar, los animales son así y nosotros somos animales, pero qué poco nos parecemos a ellos.

Somos complicados. No vivimos para nacer, crecer y reproducirnos. Tenemos necesidad de producir, de crear, de aprender, de amar, de reír, de llorar, de soñar… Pero hemos mecanizado nuestras vidas de forma que lo más normal es que vivamos dentro del ciclo de estudiar, buscar un trabajo, comprar una casa, formar una familia, criar a nuestros hijos y, después de eso, seguir con una rutina diaria que nos acompañará hasta el día de nuestra muerte.

Producir, producimos. Proveemos al Estado de la mano de obra necesaria para que este salga adelante. Cubrimos las necesidades del Estado: producimos y consumimos. Pero si tanto decidimos complicar nuestra existencia, ¿por qué ahora la hacemos tan simple y apagada?

Trabajamos –si es que podemos- en algo que no nos gusta, pero nos sentimos bien con ello porque nos da la comodidad de no tener que arriesgarnos a hacer aquello que soñamos y fracasar. Trabajamos día tras día con un horario que nos quita el tiempo de poder hacer todo aquello que deseábamos años atrás pero nos sentimos felices porque cada mes cobraremos una cantidad dinero que nos permitirá ir a por esa televisión tan grande y tan cara que acaban de poner a la venta, dos modelos más nueva que la que tiene Juan que, por cierto, se va a morir de envidia. Queremos fardar, ser mejores que los demás, pero ¿mejores en qué? Rara vez mejores personas o mejores en nuestras habilidades, las cuales también usamos para sentirnos superiores cuando tenemos la oportunidad. Queremos tener más cosas que los demás, pero la realidad es que esas cosas materiales que parece que le dan sentido a pasar ocho horas encerrados en una oficina no sirven para nada, solo que nos tienen comida la cabeza, porque es lo que le interesa al sistema en el que vivimos. Pero pensadlo, ¿de qué sirve? Solo sirve para fardar, para pasar más tiempo encerrados en casa, para pasar más tiempo con la nariz pegada a una pantalla, ya sea de televisión, de un ordenador, de un móvil o de cualquier cosa. Nos estamos perdiendo lo que tenemos delante. Nos estamos olvidando del mundo.

Viajamos para ver mundo, eso es lo que decimos. La gran mayoría viaja para que un bus turístico les lleve por lo que los de la compañía consideran que merece más la pena ver de la ciudad en la que están, se hacen fotos, muchas fotos, muchísimas, en todas sonriendo de oreja a oreja aunque en el momento se estuvieran aburriendo, ¿para qué? para subirlas a las redes sociales cuando vuelvan y que todos envidien el gran viaje que han hecho. Van a comer a un restaurante lleno de turistas, duermen en un hotel y, tras varios días de la misma rutina y varias horas continuando con la costumbre de tener la cara pegada al móvil, no sin antes llenar su maleta de souvenirs, se marchan. Bien, ¿qué han visto? porque a mi modo de ver las cosas, eso es lo mismo que si te meten en una sala con las paredes cubiertas de posters gigantes en los que están ilustrados lugares preciosos, te fotografías delante de ellos y, al salir de la sala, visitas una cafetería de estilo y carta neutral dentro del mismo edificio y, antes de salir por la puerta, te pasas por esa típica tienda como las que hay en los museos para comprar regalos para tus amigos, solo que en esta todo lo que encontrarás tendrá escrito el nombre de una ciudad.

He hecho eso, sí. Y cuando he llegado a mi casa, entregado a mis amigos y familiares todos los regalos y dormido largas horas, me he preguntado qué me había aportado de diferente ese viaje, además de fotos nuevas, y la respuesta es nada. Y ahí me di cuenta de que para que un viaje nos de todo lo que nos debe dar lo que tenemos que hacer es perdernos por esa ciudad, perdernos de verdad, y acabar conociendo a gente de allí que nos lleve a los sitios donde ellos suelen ir, sitios donde se puede ver realmente cómo es la vida en esa ciudad, donde no todo es un escaparate creado por y para el turista. Perdernos y sentarnos en cualquier plaza a observar el día a día de los transeúntes, o cómo cambia el paisaje según la hora que sea. Ir a algún barrio de la ciudad y comer en uno de sus restaurantes donde bajan a cenar los vecinos del lugar. Abrir la mente ante sus costumbres e intentar participar en ellas, en vez de criticarlas. Dejar que nos cuenten cómo se vive allí, qué hacen cada día, qué aspiraciones y qué problemas tienen. En definitiva, mezclarnos con la ciudad y su gente.

Y cuando hagamos eso y volvamos a casa, lo más probable es que nos preguntemos qué estábamos haciendo con nuestras vidas inmersos en esa rutina que parece tan solo una cuenta atrás hacia el día en que dejemos de servir para producir. Y será entonces cuando querremos cambiar de vida y o bien olvidaremos la idea de intentarlo tras volver a acomodarnos y sentirnos seguros en nuestra rutina, o bien nos daremos cuenta de que todo este sistema está diseñado para reducir lo máximo posible las posibilidades de poder elegir otro tipo de vida diferente al que llevábamos.  Pensaremos, con razón, que sería más fácil hacer esas cosas si tuviéramos mucho dinero, porque eso eliminaría el riesgo y nos llevaría a esos objetivos por un atajo y es que, una vez más, esa es la sombra del sistema que se alza ante nosotros. Pero lo importante es saber que poder, se puede. Que vida solo tenemos una y que si no nos arriesgamos a hacer lo que queremos, nadie vendrá a hacerlo por nosotros. Que hay que abrir bien los ojos y apretar las manos para coger las riendas de nuestra vida y que dejen de ser otros quienes la guíen. Que no todo está dicho ni planeado, que hay muchas posibilidades, que podemos elegir. 


Solo hay que tener ganas.






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