martes, 18 de junio de 2013

Ya lo sabes

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Suena el gorgoteo de la cafetera, el café ya está listo. Las cartas sobre la mesa aunque, en realidad, solo son facturas sin pagar. Hace tiempo que no recibo ninguna de tus postales hablándome de tus aventuras por cada recoveco del mundo, pero es porque estás aquí, conmigo, y eso me gusta más que cualquier postal del lugar más bonito que exista e incluso más que aquellas tan serias que pintarrajeas para que me hagan reír.

Van a dar las seis, estás al llegar. Tu puntualidad siempre hace contraste con la falta de ella en mí, pero nunca te has enfadado por ello. Llegas a verlo como algo característico y la verdad es que me encanta que lo veas así.

Somos cuatro: tú y tu orden, yo y mi caos. 

Ya llamas a la puerta. En tu mano, el libro que te presté hace una semana. Lo dejas junto a las facturas y entonces te concentras en mí. 

Te pierdes, me pierdo. Se enfría el café y se calientan nuestras manos.

Volvemos.

Tenía que decirte algo y ya ni me acuerdo. El café era solo la excusa para empezar la conversación, pero tendremos que empezarla por otro lado.

Me cuentas que te gustó el libro, que te sientes identificado. Que un día también te irás a Alaska, pero solo si voy yo de tu mano. Que ese Alex Supertramp fue un necio por pensar que estar solo es la única forma de salvarse de que el mundo nos ahogue, pero un necio que se dio cuenta de que estaba equivocado.

Te pones filosófico y hablas sobre la sociedad de hoy en día, nombras a Rosseau y a Hobbes y les discutes a ambos como si pudieran oírte y entonces, un minuto después, te percatas de lo serio que te has puesto y de lo poco que te gusta eso y sonríes, me sueltas una de esas bromas tuyas para hacerme rabiar y caigo una vez más en ellas y empiezas a reírte por verme enrabietada como una niña por centésima vez y ahí ya se me pasa y me río contigo mientras me agarras por la cintura para acercarme a ti. 

Porque me puedes, me ganas; e incluso, mejor dicho, tú eres mis ganas.

Siempre sabes hacerme reír, por muy seria que esté. Ya tenemos decenas de palabras y anécdotas que solo nosotros comprendemos y que vienen de esas geniales idioteces que a veces se nos escapan a uno de los dos  y nos llevan a llorar de la risa hasta que ya duela la barriga y paremos un rato, para a la media hora repetirlo y empezar a reír otra vez.

Y es ahí, riéndome contigo, cuando me acuerdo de lo que quería decirte. Pero entonces me callo y no digo nada. Porque hay cosas que no hace falta decirlas y sé que tú esta ya la sabes pero, en ese momento, tú también te callas, me miras, me besas y me dices:


- Te quiero, ya lo sabes.




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